La Mer à l’Aube

Tags:
Fecha de publicación: diciembre 2, 2012
Comentario

27º FESTIVAL DE CINE DE MAR DEL PLATA (se adjunta CEREMONIA DE CLAUSURA Y ENTREGA DE PREMIOS). Apoyado en una reconstrucción hiper detallista, inspirada en el reporte militar escrito por Jünger, construye a través de múltiples puntos de vista un relato sobre la Francia ocupada, en donde emerge la historia del joven mártir Guy Môquet.

Por nuestro enviado_______________________
Baja el telón sobre la 27º edición del Festival de Mar del Plata. Y baja con más decepciones que entusiasmos. No por la organización: impecable una vez más. Sino porque después de ocho días de interesantes visiones, la entrega de premios no reflejó en absoluto la objetiva escala de valores de los films en selección oficial. Los Bonello, Mauch, Medak, jurados este año, consideraron a Beyond The Hills lo mejor que presentaba la competición. ¿Qué le vieron? Claro, era un premio fácil, ya que Mungiu había recientemente ganado Cannes con otro film, y aquí no podía pasar sin gloria. Pero es un Ástor mentiroso, así como las menciones que fueron dadas a dos films, Sightseers y Memories Look at Me, que no están a la altura de los premios que recibieron. Estas películas no jugaban en el desierto: competencia había. En la grilla de los premiados no hay rastros, por ejemplo, del bellísimo O Som Ao Redor, opera prima de un Kléber Mendonça que merecía más atención en su debut, y que en la previa hubiera personalmente ubicado en el escalón más alto del podio. No aparece El Impenetrable de Incalcaterra, que tuvo que contentarse con el premio del público (a veces, es cierto, logran elegir mejor que un jurado aparentemente calificado). Tampoco hay espacio para Schlöndroff en la grilla, otro que hace tiempo Cannes también lo había ganado; ni siquiera como mejor guión (su film La Mer à l’Aube, del que ya hablaremos, logra una construcción del ritmo y la tensión envidiable).
Premios, al fin y al cabo, en perfecta continuidad con los de ediciones anteriores, ya que Mar del Plata hace años nos viene acostumbrando a estos polémicos finales: como cuando Kiarostami, con todo respeto, le negó el Ombú dorado a Tu Ridi de los Taviani, para premiar al menos trascendente largometraje de su amigo y colega iraní. Como cuando, hace pocos años, se pasó literalmente por alto la presencia de Herzog con su poderoso The Wild Blue Yonder (y el buen Werner bien podría haber elegido plateas más prestigiosas para presentar su joya en competencia). Como, en la edición sucesiva, ni siquiera se distinguió al imponente Ten Canoes de Rolf De Heer, tal vez uno de los mejores films de los últimos cinco años.
Todo se dio en una ceremonia de clausura marcadamente propagandística, con una modalidad de entrega de premios ni siquiera merecedora de una celebridad de barrio. El problema no fue que en la sala estaban ausentes todos los artistas premiados, sino más bien la formalidad de premiación, que francamente rozó el papelón: a retirar las coronas de mejores actores (Soko de Augustine y el turco Ilyas Salman, por ejemplo) subieron personalidades argentinas del espectáculo, que comenzaron a hablar a palabras de los desconocidos ganadores ausentes, del estilo: “yo al film no lo vi, pero puedo decir que están contentos por el premio”. El clima se volvió fellinesco, de tintes paródicos. Hasta el toque de gracia, que lo dio la invitada de lujo del festival Sandrine Bonnaire al retirar el premio y hablar a nombre de la mejor película, un film en el que no participó, con el que nada tuvo que ver hasta el momento y realizado por directores que apenas conoce. Surrealismo puro.
Pero vayamos al film que nos compete, basado en hechos reales. Nantes, 1941. Francia recién invadida por los nazis. La cuestión se desencadena un 20 de octubre, a partir de un acto terrorista realizado no tanto por elección sino por necesidad: un grupo de comunistas de la resistencia francesa que asesinan a un oficial alemán, en plena calle, de día y de espaldas. Al no encontrarse rastros de los culpables, Hitler exige fusilar a modo de castigo colectivo a ciento cincuenta inocentes, seleccionados al azar entre los prisioneros franceses.
Mientras del lado del organismo se deciden los otages que serán prontamente fusilados, ya que los culpables deciden no entregarse, en los campos de retención se forman microhistorias en mosaico que seguimos con gran definición de roles. Entre los tantos condenados, se encuentran los 27 compañeros comunistas del campo de Chateaubriant, un grupo de franceses rehenes políticos que de a poco toman protagonismo y exponen sus polifónicas reflexiones. Y entre todas las historias, una en particular: la descorazonada del pobre Guy Mouquet, preso entre ellos por infracciones menores, una suerte de Sophie Scholl al masculino, otro adolescente víctima de su prematuro destino. Un chico común que como cualquier otro seduce a su amada a través del muro que los divide, con ella que se para tímida del otro lado en un coqueteo sin avance.
El primer logro de este film, digámoslo enseguida, fue el de haber recuperado la historia de un efectivo símbolo de la resistencia francesa, que se estaba perdiendo en el tiempo. Un retrato duro, de emoción coral, de ritmo ágil y buena reconstrucción histórica, cuya única peca tal vez sea su poca construcción del trasfondo psicológico, ya que al final resulta meramente didascálico; acompañado por una fuerte narración alternada, demasiado anclada a la cronología de los eventos, pero así y todo fresca, nunca previsible, que varía de espacio en espacio.

(sigue abajo nuestra crítica)

Porque del otro lado, entre decisiones y cínicas sentencias, emerge la figura del nunca banal Ernst Jünger, que en aquella época era oficial del ejército alemán en París. Un Jünger que al principio se muestra entusiasta, al recibir por parte de el general von Stlüpnagel el encargo literario-historiográfico de realizar un informe sobre las ejecuciones por venir. Un trabajo “como el que Napoleón le asignó a Stendhal”, sonríe el letrado Jünger. Pero de a poco su rol empieza a resquebrajarse: no quiere ejecuciones, no comparte la postura del campo de reclusión, considera al terrorismo una minoría. Termina siendo un Jünger que se lava las manos, pero que así y todo se muestra humano, con toda su colección de mariposas, apasionado de la opera, de las ediciones venecianas del 1500. Que al contrario del regular nazi, no piensa en la guerra sino en el final de la misma (“porque tarde o temprano deberá terminar, y con ella el fin de la violencia del régimen, el fin del tirano y el surgimiento de la Alemania”). Un joven Ernst a quien le gusta la figura del soldado, no del asesino; que se conmueve con el llanto de las familias judías despedazadas y que finalmente destacará el coraje de los fusilados, enaltecidos ante la muerte, ya vislumbrando la página negra de la historia mundial que se abriría de ahí a poco.
Film de otra categoría respecto a la mayoría de los presentes en competencia oficial. También, hay que decirlo, un film de otro presupuesto. Suntuoso y recargado de detalles de época, pero así y todo sencillo, acotado, al punto. De fácil acceso para el público masivo, lo que no significa que lo estemos catalogando como sencillo. Gran vestuario, pero sobre todo la gran evolución de la tensión que se vive en la última hora de film.
No una película más sobre la Segunda Guerra Mundial, entonces porque acá se proponen absolutas novedades. Primero: la mirada doble, que revisita el texto de jüngeriana memoria por un lado y es potente al retratar los presos. Segundo: los extractos de las cartas finales que cada condenado a muerte le escribe a sus parientes. Luego: la preparación, más orgullosa que sentimental, de las víctimas que se yuxtapone en tiempo paralelo a la preparación técnica de los tiradores alemanes. A los unos se le opone un general especializado en fusilamiento, que enseña cómo hacerlo con la mecanización que Jünger, más tarde, describiría como parte fundamental de aquella raza-figura-tipo de trabajador de rostro “duro como la piedra, que no deja reflejar sentimiento alguno”. Pero aquí en Schlöndroff hay también espacio para el nazi que sufre, el más humano, el que se da cuenta, pero que permanece ignorado por sus pares.
Última media hora de gran categoría, con los 28 compañeros con el corazón de hierro, patriotas que se disponen con coraje al triste destino. Es un Schlöndroff que se entusiasma, embriagado de reconstrucción, y que hasta se concede un plano que cita a la famosa Anna Magnani de Roma Ciudad Abierta. Que filma tres tandas de fusilamiento narradas con una crudeza y sequedad implacable, en tiempo real, porque al hecho histórico no lo se puede eludir.
Es el mismo Schlöndroff, nacido en 1939, que una vez dejada la guerra a espaldas y en la flor de sus 17 años escuchó, en un lejano viaje a Bretaña para estudiar el francés, las todavía escalofriantes voces sobre las ejecuciones de patriotas por manos alemanas. En ese momento para él sólo era sentido de culpa, como para casi toda su generación. Su carrera siguió, se convirtió en uno de los padres fundadores del nuevo cine alemán. Y ahora, pasada una vida y media, hace un par de años le llegó a sus manos un libro que recupera aquellas voces que había escuchado de joven: la historia de Môquet que reconstruye su distante recuerdo. La historia que volvió a valorizar con este film.
Lorenzo Barone




Dejanos tu comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *