Mekong Hotel

Categoría: Críticas
Fecha de publicación: septiembre 18, 2013
Comentario

BAFICI 2013. En las habitaciones y terrazas de un hotel situado cerca del río Mekong, noreste tailandés, Apichatpong reconstruye una film llamada Ecstasy Garden, que él mismo había escrito años antes. Filmado en la época de inundaciones en Tailandia, el film navega entre ámbitos de la demolición y la politica.

Un hotel que mira al río. Ambos dos, zonas de pasaje, de rituales, de espera. Dos miradas ancladas en una terraza tejen sus reflexiones entre tierra y agua. Adormecida incertidumbre. Allí es la historia de un amor, entre Phon y Tong. Pero también la historia de crepúsculos, de percepciones lejanas; la historia del tiempo.
 
Llora el río Mekong, alrededor de los personajes. A lo lejos, las motos de agua zigzaguean cándidas al horizonte. Es el río que se desplaza por Indochina y separa (o más apropiado sería decir “une”) Thailandia de Laos. Más que geográficamente, a través del sufrimiento virtual de los inmigrantes laosianos, que tuvieron que recorrerlo en su fuga, después de haber padecido los tormentos de una sanguinaria guerra civil. Corre, el Mekong, como corren las historias de ambos países: altas mareas inminentes, un tortuoso magma como magia irregular que aparece y desaparece.
 
Weerasethakul, director multimedial, había tenido que interrumpir el rodaje de un film escrito muchos años antes: Ecstasy Garden. De su original ausencia, nació este proyecto corto (dura tan sólo una hora y un minuto) pero no por esto menos ambicioso que los anteriores. Porque Mekong Hotel es un film en plena continuidad con el repertorio weerasethakuliano y coherente con su universo multidimensional. Enfrentarse con sus inclasificables obras, cargadas de intuiciones personales y en las que el discurso estético es afín al discurso político, significa necesariamente reconocer sus estructuras binarias de la narración, oscilantes entre dimensiones insólitas y subterráneas, que nos ponen en contacto con planos existenciales que conviven en perenne transformación, como el río sin origen ni final, que corre indeterminado. El hotel, así como el hospital de Syndromes and a Century, es un espacio que muta. ¿Es concreto o es una ilusión? ¿Está ahí en el presente, o se eleva a-temporalmente para decirnos otra cosa? Sugestiones. Realidades inasibles quizá-evocadas para mostrar su naturaleza provisoria, efímera, frágil.
 
Porque si por un lado se trata de un cine meditativo sobre la taciturna Tailandia y su milenaria cultura, centrado en una exploración de la naturaleza y las posibilidades de su territorio; por el otro también habla de los más recientes dolores de su país. El pasado es el eje de sus films y aparece dividido en dos: la contemporaneidad nos habla de un tiempo reciente, casi siempre doloroso, provocado por los abusos de poder y el sufrimiento de quienes lo padecieron. Como la aparición de los soldados de la desdichada Nabua en Uncle Boonmee, lectura política de la opresión del ejército contra los civiles (y el “bonjour, vous pouvez aller travailler maintenaint”, única frase que sabe murmurar en francés el clandestino). Como, a orillas del Mekong, la madre que cuenta del entrenador militar que en su juventud los marcaba como objetos para disparar, usando como arma el M-16. Entrenar es sinónimo de despersonalizar.
 
Cotidianeidad y fábula, sin embargo. Porque la Tailandia profunda también está repleta de historias que se muerden la cola y vuelven sobre sí mismas: la cuestión territorial se funde con los relatos tradicionales que la habitan. Relatos que son para Weerasethakul parte de la mitología arcaica de su propia tierra, lo desconocido que se oculta en el corazón de la naturaleza y que reaparece en sus cuentos orales. Que hablan de alquimias, de espíritus resplandecientes o manifestaciones de mitos aldeanos: relatos ancestrales transmitidos desde indefinidos albores, entre inundaciones cíclicas, tragedias sociopolíticas y sus directas proyecciones fantasmales.
 
De este mundo ancestral, aparecen en Weerasethakul híbridos monstruosos anclados en lo real, que visitan y se conectan con el hombre. Puede tratarse de transmigraciones de una vida pasada, almas conocidas, regresiones de hombres que gradualmente se volvieron animales, homínidos o felinoides. O bien entidades totémicas que habitan la noche, llena de fulgores ectoplasmáticos, producidas por fusiones o plácidas aluviones. Son seres, sin embargo, que se contactan desde la más sencilla cotidianeidad. En Mekong Hotel aparece la figura, naturalizada por la narración, de la mujer-vampiro que merodea el Hotel en el que trascurren los acontecimientos. Un Pob o fantasma fluvial, que devora las entrañas de un perro, pero que ocasionalmente podría alimentarse de cruda carne humana o de ganado. Espíritus avergonzados de revelar su esencia, sumergidos en un mundo en el que conviven lo humano y lo sobrehumano. Que hablan del dolor y de generaciones que, afectadas por el recuerdo, se terminan comiendo entre ellas. Así como las historias del mismo Weerasethakul, que revuelve en las vísceras de sus propias narraciones.
 
“Escribí una canción, pero no recuerdo cómo es”. Los espacios aparecen íntimamente enlazados por vibraciones que rebotan desde cada ramificación. Es la melancólica y solitaria melodia de un guitarrista, Chai Bhatana, también hospedado en ese hotel, pero desligado de los hechos. Los planos sonoros se alteran, las voces quedan en lejanía, cual susurro de un fondo fantasmal manifestado desde las manos del músico. Los acordes de su balada anclan los diálogos, acarician el aire del atardecer, se pierden entre terrazas o taciturnos pasillos. Él sólo está ahí, y observa el fluir del Mekong.
 
Lorenzo Barone




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