La amante secreta de Mussolini, que lo acompañó en sus inicios como agitador social y lo llevó a tener un hijo no reconocido. Pasado un tiempo, Ida se entera de que Benito ya estaba casado, y que ha iniciado una campaña para negar la existencia de ella y su hijo…
El nuevo film de Bellocchio, aplaudido en el último Cannes, habla fundamentalmente de un concepto: el drama de querer defender la verdad en una época que necesariamente buscaba ocultarla. Verdad, sí, pero también amor. El amour fou que Ida Dalser sintió por el joven Mussolini, en su etapa de provocador socialistaantes del tristemente conocido ascenso al poder. Amor que incluso supo perdurar años más tarde, a pesar del desengaño de Ida al descubrir primero que “su” Benito ya estaba casado, y al verse luego condenada a largos años de manicomio, apartada del hijo que tuvieron en común (primero concebido y luego negado por el Duce) y, como si fuera poco, despojada de su propio pasado.
Una espléndida Giovanna Mezzogiorno protagoniza un film no sobre el fascismo, sino más bien centrado en el drama personal e intimista de una mujer obstinada y tenaz, condenada a ser víctima de la historia (general) por culpa de haber vivido la suya (particular) con el gran dictador que, luego de haberla deseado, no encontró mejor manera de sacársela de encima que declarándola chiflada y haciendo desaparecer todo rastro de su relación.
El amor, claro, pero también arrogancia y presunción por parte de una figura autocrática que nunca es secundaria en el film, y cuyo hambre de gloria y dominio es superior a cualquier efímero amorío. Aunque no se lo muestre por casi toda la segunda mitad del film, él estará allí presente, porque todo acontecimiento pasa a ser filtrado por un imaginario impuesto desde arriba y Bellocchio es por demás hábil en reconstruir al cirroso tirano de muecas grotescas, junto a un país que lo sigue al pie de la letra, en plena ofuscación dictatorial.
Luego del bellísimo “Buongiorno, Notte”, que recorría los años del terrorismo, Bellocchio decide, no sin un gran coraje, excavar la incómoda intimidad del Duce, tomando claramente partido desde el comienzo (aunque sin volver demasiado explícito el tono de enunciación) y concibiendo su construcción dramática con un guiño a ciertos recursos futuristas. Original e inteligente la utilización de las imágenes de repertorio, algunas veces manipuladas a modo de montaje ideológico (Mussolini que se asoma del balcón y una inmensa multitud –en archivo– lo aplaude: pero es de noche y él está solo y desnudo: es la manifestación su propia ambición), otras veces para ratificar la línea de su discurso narrativo, o bien el reflejo de un verídico drama personal sumergido en la página más negra de la historia italiana.
En su análisis se esconde un ataque implícito a las raíces no sólo de la situación dictatorial sino, y sobre todo, de las instituciones, a través de la negación de la heroína al silencio, pero justamente por esto condenada a un triste final. “Este es el tiempo en que hay que saber fingir, saber ser buenos actores”, le aconseja a Ida su psiquiatra, el único personaje cuerdo en una jauría de farsantes, encabezada por el mismísimo opresor, cuyo difícil y riesgoso papel terminó en manos del buen Filippo Timi (intérprete del joven Duce, pero también de su desgraciado primogénito), que supo estudiarse al detalle gestos y tics de la oratoria mussoliniana.
Bellocchio compone así un sugestivo fragmento de historia oculta, con buenos diálogos y una lograda complejización de la protagonista central con la que, si no logramos una plena identificación que conmueva (por obvia distancia crítica), por lo menos conseguimos comprenderla en su retrato impiadoso.
La sensación, sin embargo, es que falte algo para poderlo considerar un film excelente. El análisis del fascismo público se reactualiza correctamente ante la decisión de verlo todo desde adentro del personaje de la Dalser, que vive en su obsesión egoísta y herida de una identidad perdida, como legítima esposa del Duce. Pero esta elección de revertir la mirada hacia la intimidad y la psique de una mujer (culpable tan sólo de haber amado al hombre equivocado) tal vez no logre reflejar del todo lo inquietante y amenazador del espectro mussoliniano y la realidad social que supo acompañarlo, universalizando así una historia que, tal vez por momentos, pierde su connotación histórica hacia un peligroso espiritualismo.
Lorenzo Barone
El nuevo film de Bellocchio, aplaudido en el último Cannes, habla fundamentalmente de un concepto: el drama de querer defender la verdad en una época que necesariamente buscaba ocultarla. Verdad, sí, pero también amor. El amour fou que Ida Dalser sintió por el joven Mussolini, en su etapa de provocador socialistaantes del tristemente conocido ascenso al poder. Amor que incluso supo perdurar años más tarde, a pesar del desengaño de Ida al descubrir primero que “su” Benito ya estaba casado, y al verse luego condenada a largos años de manicomio, apartada del hijo que tuvieron en común (primero concebido y luego negado por el Duce) y, como si fuera poco, despojada de su propio pasado.
Una espléndida Giovanna Mezzogiorno protagoniza un film no sobre el fascismo, sino más bien centrado en el drama personal e intimista de una mujer obstinada y tenaz, condenada a ser víctima de la historia (general) por culpa de haber vivido la suya (particular) con el gran dictador que, luego de haberla deseado, no encontró mejor manera de sacársela de encima que declarándola chiflada y haciendo desaparecer todo rastro de su relación.
El amor, claro, pero también arrogancia y presunción por parte de una figura autocrática que nunca es secundaria en el film, y cuyo hambre de gloria y dominio es superior a cualquier efímero amorío. Aunque no se lo muestre por casi toda la segunda mitad del film, él estará allí presente, porque todo acontecimiento pasa a ser filtrado por un imaginario impuesto desde arriba y Bellocchio es por demás hábil en reconstruir al cirroso tirano de muecas grotescas, junto a un país que lo sigue al pie de la letra, en plena ofuscación dictatorial.
Luego del bellísimo “Buongiorno, Notte”, que recorría los años del terrorismo, Bellocchio decide, no sin un gran coraje, excavar la incómoda intimidad del Duce, tomando claramente partido desde el comienzo (aunque sin volver demasiado explícito el tono de enunciación) y concibiendo su construcción dramática con un guiño a ciertos recursos futuristas. Original e inteligente la utilización de las imágenes de repertorio, algunas veces manipuladas a modo de montaje ideológico (Mussolini que se asoma del balcón y una inmensa multitud –en archivo– lo aplaude: pero es de noche y él está solo y desnudo: es la manifestación su propia ambición), otras veces para ratificar la línea de su discurso narrativo, o bien el reflejo de un verídico drama personal sumergido en la página más negra de la historia italiana.
En su análisis se esconde un ataque implícito a las raíces no sólo de la situación dictatorial sino, y sobre todo, de las instituciones, a través de la negación de la heroína al silencio, pero justamente por esto condenada a un triste final. “Este es el tiempo en que hay que saber fingir, saber ser buenos actores”, le aconseja a Ida su psiquiatra, el único personaje cuerdo en una jauría de farsantes, encabezada por el mismísimo opresor, cuyo difícil y riesgoso papel terminó en manos del buen Filippo Timi (intérprete del joven Duce, pero también de su desgraciado primogénito), que supo estudiarse al detalle gestos y tics de la oratoria mussoliniana.
Bellocchio compone así un sugestivo fragmento de historia oculta, con buenos diálogos y una lograda complejización de la protagonista central con la que, si no logramos una plena identificación que conmueva (por obvia distancia crítica), por lo menos conseguimos comprenderla en su retrato impiadoso.
La sensación, sin embargo, es que falte algo para poderlo considerar un film excelente. El análisis del fascismo público se reactualiza correctamente ante la decisión de verlo todo desde adentro del personaje de la Dalser, que vive en su obsesión egoísta y herida de una identidad perdida, como legítima esposa del Duce. Pero esta elección de revertir la mirada hacia la intimidad y la psique de una mujer (culpable tan sólo de haber amado al hombre equivocado) tal vez no logre reflejar del todo lo inquietante y amenazador del espectro mussoliniano y la realidad social que supo acompañarlo, universalizando así una historia que, tal vez por momentos, pierde su connotación histórica hacia un peligroso espiritualismo.
Lorenzo Barone
El nuevo film de Bellocchio, aplaudido en el último Cannes, habla fundamentalmente de un concepto: el drama de querer defender la verdad en una época que necesariamente buscaba ocultarla. Verdad, sí, pero también amor. El amour fou que Ida Dalser sintió por el joven Mussolini, en su etapa de provocador socialista antes del tristemente conocido ascenso al poder. Amor que incluso supo perdurar años más tarde, a pesar del desengaño de Ida al descubrir primero que “su” Benito ya estaba casado, y al verse luego condenada a largos años de manicomio, apartada del hijo que tuvieron en común (primero concebido y luego negado por el Duce) y, como si fuera poco, despojada de su propio pasado.
Una espléndida Giovanna Mezzogiorno protagoniza un film no sobre el fascismo, sino más bien centrado en el drama personal e intimista de una mujer obstinada y tenaz, condenada a ser víctima de la historia (general) por culpa de haber vivido la suya (particular) con el gran dictador que, luego de haberla deseado, no encontró mejor manera de sacársela de encima que declarándola chiflada y haciendo desaparecer todo rastro de su relación.
El amor, claro, pero también arrogancia y presunción por parte de una figura autocrática que nunca es secundaria en el film, y cuyo hambre de gloria y dominio es superior a cualquier efímero amorío. Aunque no se lo muestre por casi toda la segunda mitad del film, él estará allí presente, porque todo acontecimiento pasa a ser filtrado por un imaginario impuesto desde arriba y Bellocchio es por demás hábil en reconstruir al cirroso tirano de muecas grotescas, junto a un país que lo sigue al pie de la letra, en plena ofuscación dictatorial.
Luego del bellísimo “Buongiorno, Notte”, que recorría los años del terrorismo, Bellocchio decide, no sin un gran coraje, excavar la incómoda intimidad del Duce, tomando claramente partido desde el comienzo (aunque sin volver demasiado explícito el tono de enunciación) y concibiendo su construcción dramática con un guiño a ciertos recursos futuristas. Original e inteligente la utilización de las imágenes de repertorio, algunas veces manipuladas a modo de montaje ideológico (Mussolini que se asoma del balcón y una inmensa multitud –en archivo– lo aplaude: pero es de noche y él está solo y desnudo: es la manifestación su propia ambición), otras veces para ratificar la línea de su discurso narrativo, o bien el reflejo de un verídico drama personal sumergido en la página más negra de la historia italiana.
En su análisis se esconde un ataque implícito a las raíces no sólo de la situación dictatorial sino, y sobre todo, de las instituciones, a través de la negación de la heroína al silencio, pero justamente por esto condenada a un triste final. “Este es el tiempo en que hay que saber fingir, saber ser buenos actores”, le aconseja a Ida su psiquiatra, el único personaje cuerdo en una jauría de farsantes, encabezada por el mismísimo opresor, cuyo difícil y riesgoso papel terminó en manos del buen Filippo Timi (intérprete del joven Duce, pero también de su desgraciado primogénito), que supo estudiarse al detalle gestos y tics de la oratoria mussoliniana.
Bellocchio compone así un sugestivo fragmento de historia oculta, con buenos diálogos y una acertada complejización de la protagonista central con la que, si no logramos una plena identificación que conmueva (por obvia distancia crítica), por lo menos conseguimos comprenderla en su retrato impiadoso.
La sensación, sin embargo, es que falte algo para poderlo considerar un film excelente. El análisis del fascismo público se reactualiza correctamente ante la decisión de verlo todo desde adentro del personaje de la Dalser, que vive en su obsesión egoísta y herida de una identidad perdida, como legítima esposa del Duce. Pero esta elección de revertir la mirada hacia la intimidad y la psique de una mujer (culpable tan sólo de haber amado al hombre equivocado) tal vez no logre reflejar del todo lo inquietante y amenazador del espectro mussoliniano y la realidad social que supo acompañarlo, universalizando así una historia que, tal vez por momentos, pierde su connotación histórica hacia un peligroso espiritualismo.
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