La Boca, Chile. Al fondo de la colina, cerca del mar, una casa. Sola. Las densas nubes filtran un color perennemente azulado. Zona sombría, de violencia estática, pulsional, entre su arena negra y las calles vacías no pasa desapercibida esa extraña casita amarilla. Un espacio de penitencia, de meditación: esconden algo los plúmbeos sacerdotes que la habitan. En algún momento, todos ellos cometieron actos profanos y fueron por eso apartados de la Iglesia, confinados a esta geografía marginal, del pueblo siempre nocturno, donde terminan los irreparables vicios que no se quieren enfrentar. Porque el club de sacerdotes, o de “curitas” como se los llama en el film, está exiliado, encerrado, escondido a tiempo indeterminado, lejos de los centros de la institución católica. Cuatro hombres de fé que ya no pueden ejercer, gestionados por la monja Mónica, la encargada de planificar férreos y rutinarios horarios a fin de mantenerlos activos cual célula silente.Culpables de diferentes males. Uno de ellos manejó informaciones y nombres en la dictadura de Pinochet, otro solía vender bebés no deseados (“y es gracias a mí que hoy hay morochos ricos”, sostiene orgulloso), otro es condenado por fantasías homosexuales. Perdidos en el espacio y en su fe, llenan los días criando galgos de carrera: el juego y la avaricia, desvíos a los que no están dispuestos a renunciar. Pero el aparente equilibrio será interrumpido por el misterioso y desconocido Padre Lazcano, quinto elemento recién llegado a la comunidad. Estructuralmente, dos agentes externos desencadenarán la ruptura de esta atmósfera sedentaria y rutinaria en la que cayeron los curitas: el primero viene de la nada, la gran víctima del film. Un homeless que se hace llamar Sandokan, socialmente excluido, se materializará afuera de la puerta de quienes arruinaron su vida. Abusado de nene, desempleado y vagabundo en su adultez, acusa al cura recién llegado de hechos terribles. El grado de detalle es espeluznante y padre Lazcano decide suicidarse al instante. Por imposibilidad de representar, de oir las aterradoras palabras que grita el pordiosero, no tanto por el contenido sino porque verdaderas. Recordatorio atroz, que rebota especularmente todas las culpas, incluso las que fueron olvidadas. Y acto seguido, una segunda novedad: la llegada de otro agente, el padre García, psicólogo oficial, jesuita implacable, inspector (sobran las definiciones) enviado para a esclarecer no sólo qué aconteció durante el acto suicida, sino a hurgar el pasado y los misterios de cada uno de los integrantes de la comunidad. El tema es complejísimo y Larraín no lo presenta de forma canónica; lo hace astutamente a partir de un clima de extrañamiento. Horror latente. Que apunta a retratar a estos monstruos -los enésimos de su filmografía- devorados por la expiación y el autoengaño, la pérdida de un orden moral que conlleva una suerte de caos aún así ordenado, severo, disciplinado. Ante el padre García, la comunidad de curitas inventará otra versión de los hechos; depistajes, distintos modos de barrer bajo la alfombra, de esconder el mal, incluso el de ellos mismos. Un retrato de mirada distanciada, degradante desde la sequedad de enunciación. Larraín no representa a sus hombres para condenarlos, pero tampoco hay cinismo ni sadismo subterráneo en su recorte, sino el intento de ahondar en las inmensas paradojas del sistema eclesiástico y todas las hipocresías vinculadas. Si se oculta en vez de castigar, ocultar es sinónimo de proteger. Película que, digámoslo, consagra a Larraín en su proceso de madurez cinematográfica, entre los directores más interesantes del festival. El lenguaje directo, explícito, la habilidad de tomar hechos de interés personal y de crónica para transformarlos dramatúrgicamente en una trama macabra, gélida, encerrada entre primeros planos frontales. Se acusa y a la vez se purga, en una estructura espiralada que pasa por negaciones y catarsis, que alterna mudas cotidianeidades a monólogos que hacen avanzar la narración. Perdido el equilibrio inicial, el pueblo se volverá progresivamente tenebroso, desconocido, siniestro. Se irá arrastrando hasta el excelente final integrador y tajante, que evidencia la poca distancia existente entre rebautizar y ridiculizar. El triunfo del pecado, de las mezquindades, las contradicciones. Y ese sutil hilo que une los contraluces del pueblo. La puesta en escena casi noir. La casi total ausencia de gritos. Vórtices de la perversión. Los encubrimientos de la Iglesia oficial. La niebla.
Lorenzo Barone
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