Comentario
Depardieu es una bestia rutera que anda sin manos en su moto setentosa, en una deriva contra el viento, contra toda seguridad, para transitar una aventura inesperada, anestesiadamente adrenalínica y liberadora. Y así, en su cuarta película, la dupla Delépine & Kervern perfila su particular estilo de viaje cómico, filosófico, físico y romántico.
Un obrero ultrasesentón llamado Sèrge Pilardosse (ese genio de Depardieu) se encuentra con problemas burocráticos para poder jubilarse en tranquilidad. En sus primeros días de pensión se ve de repente obligado a desempolvar su vieja moto, una Munch Mammuth años ’70 de la que retoma el cariñoso apodo, y viajar al reencuentro de sus antiguos jefes de trabajo distribuidos a lo largo de los más dispersos suburbios del país. La inmensa odisea, como resulta evidente desde la premisa, desembocará para Sèrge en el redescubrimiento de sí mismo y la toma de conciencia de una sociedad que lo margina en cuanto inepto.
La vida poco metódica de Sèrge/Mammuth fue saltando a través de numerosos espacios de trabajo: desde molinos y mataderos de animales hasta cementerios, pasando por carruseles. Bajo la ingenua expectativa que pronto se verá frustrada, Sèrge volverá a revivirlos uno por uno, encontrando en ellos una gama de personajes poco dispuesta a escucharlo y siempre lista para complicarle la vida. Pero entre los alucinantes desintereses y deprimentes dificultades, también habrá tiempo para el candor y el cariño, encarnados en la figura de la maniática sobrina que logra despertarlo en parte del letargo.
Kervern y Délepine, luego de “Louise-Michel”, vuelven a centrarse en las problemáticas del trabajo en el seno de la contemporaneidad, con un punto de vista crítico y anticonformista absolutamente compartible. Pero esta vez decidieron utilizar como estrella principal del largometraje a ese paquidérmico Depardieu, imponente como siempre, pero esta vez con un extravagante cabello largo y rubio, en el papel de un personaje turbio y particularmente torpe. Su condición de desmañado y sus actitudes extremas lo vuelven una figura querible y (¿por qué no?) dotado una increíble dosis de humor involuntario. Pero si el actor protagonista se roba la escena y termina resultando memorable, no del todo se logra esto con el film mismo, ya que al generoso clima grotesco favorecido por la trama, se le suman insospechadas problemáticas en la construcción misma del relato.
El film, de hecho, alterna momentos de extremo realismo a irrupciones caricaturescas y absurdas: y la idea hasta sería buena, si no fuera que se insiste en subrayar demasiado dicha superoposición, que a fin de cuentas parece jugar peligrosamente con los límites del verosímil. Irrumpen en la trama, además, momentos líricos que quiebran la progresión narrativa y parecen sacados de otro contexto cinematográfico, resultando demasiado exhibidos y no siempre lúcidos. Se siente por momentos la falta de ritmo: el film tarda en progresar y hasta osaría decir que corremos el riesgo de perdernos. Pero sobre todo, en lugar de escenas condensadas a favor de una problematización común, surge paulatinamente la extraña sensación de estar asistiendo a una serie aislada de sketchs dispersivos. Formidables, claro, pero fines a sí mismos, superficiales y poco incisivos a la luz del tema tratado. Así como lacunar y vago nos resulta el personaje fantasmal de su novia pasada de Mammuth (la aún bellísima Adjani), cuerpo extraño y tal vez inútil que aparece en la ruta durante los momentos más difíciles del protagonista.
Interesante, sin embargo, la profunda relación entre los personajes y el espontáneo trabajo técnico/formal, hecho de imágenes “sucias” y colores saturados, apoyado por un buen uso de la cámara en mano y frecuentes encuadres a espaldas del protagonista (con el gag que surge espontáneamente a partir de la imposibilidad de verlo a éste realizar su acción). Y en el largo camino de re-educación para el infantil Mammuth, que viaja con vestidos desaliñados y se parece de forma innegable al Obelix, resulta inolvidable la imagen de este rústico personaje de otra época, que recorre melancólicas rutas entre bocinazos y coches que lo superan a toda velocidad: metáfora de su existencia que no logra seguir el frenético paso de la sociedad en la que habita.
Lorenzo Barone
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