Comentario
Mitchell Haven busca realizar un film basado en un trágico affaire realmente ocurrido. Todo parece marchar bien y él está convencido que el film se convertirá en una obra maestra. Pero lo que Haven no advierte a tiempo es que en el momento mismo en que decida tomar como protagonista a una actriz desconocida, habrá emprendido el tortuoso camino de desintegración emocional.
El neoyorquino Monte Hellman, reconocido director de westerns, road movies y sagas de horror independiente (particularmente activo en el panorama cinematográfico entre los `70s y los ‘90s), a casi setenta años de edad vuelve a las salas con Road to Nowhere, obra que palpablemente busca hablar sobre el cine mismo.
La estructura del film se basa en la reconstrucción cinematográfica de una crime story realmente ocurrida, o bien la de un político de Carolina del Norte que, junto a su más joven y bella amante Velma Duran, terminó por suicidarse tras un fallido crimen que intentó cometer. El hombre de poder y la femme fatale, personajes y principio de trama que atrajo enseguida al director Mitchell Haven (Tygh Runyan, protagonista de este film) y su troupe cinematográfica para la realización de lo que, ellos proclaman, sería una “futura obra maestra”.
El material del film que realizarán es sugestivo, pero a entrometerse en el set serán más bien los sentimientos que Mitchell comenzará a alimentar sobre la actriz que eligió para interpretar el rol de Velma: la preciosa y desconocida Laurel Graham (Shannyn Sossamon), cuyo pasado es tan oscuro como el de la mismísima señorita Duran (casi, podríamos decir, de modo especular).
Film de imágenes bellísimas que crea enseguida una alta expectativa, bien por la trama-metalenguaje de cajas chinas que logra poner a punto, bien por la serie de misterios que van aflorando al tiempo que se comienza a construir la obra dentro de la obra. El complejo núcleo narrativo, que deja hincapié a numerosas interpretaciones posteriores, es sin embargo también escenario de personajes que no se sostienen (el galán Bruno, pero también la misma Laurel), de una trama que por momentos parece caer en círculos viciosos, y sobre todo la condensación de un final que irrumpe de manera poco comprensible a la luz de lo que se venía viendo. Una cosa es la fusión entre cine (ficción) y vida (realidad), de la que Lynch con su Inland Empire y Mulholland Drive se hizo gran maestro, pero los azares de tal desplazamiento no pueden terminar produciendo inútiles provocaciones si el subtexto de éstas no fue anticipado con anterioridad. Nos queda, y no es poco, el fabuloso guiño al misterio del cine, los espacios vacíos dentro del mismo y la inquietante yuxtaposición de dimensiones que se vuelven inabarcables incluso para quién las produce.
Lorenzo Barone
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