Bafici: Wasted Youth

Categoría: Críticas
Fecha de publicación: abril 15, 2011
Comentario

Un joven skater atraviesa el pavimento de la Acrópolis con algunos amigos. En otra parte de la ciudad, un hombre lucha para mantener a su familia mediante trabajos que lo empujan diariamente al borde del colapso. Dos puntos de vista sobre la vida en una misma ciudad, en una misma sociedad recientemente sacudida.

Yo sabía que en algún lado había visto a ese cartel negro con la palabra “MALAKA” escrita en mayúsculas. Pensándolo después, en la calle, en algún colectivo o por encima de algún otro manifiesto, en alguna parte debí haberlo registrado, como esas imágenes que uno graba en la memoria sin pensarlas demasiado lúcidamente. Ahora ya sé lo qué era. Porque una de tantas noches de Bafici, entrando (tarde) a las funciones de prensa del Abasto, lo volví a ver. Era el mismo cartel negro, ahí, pegado en una de las numerosas puertas de entrada. Ese “Malaka” correspondiente a la preciada fórmula “Wasted Malaka Youth”, que se promueve en el film de Papadimitropoulos. Son los carteles que pegan sus jóvenes protagonistas, en un evidente y frustrado deseo de darse a conocer, de expresar toda su bronca por la situación social en la que se encuentran. Hasta que el “Malaka” llegó al Bafici, como si el mismísimo Haris hubiera viajado de Atenas a Buenos Aires para seguir con su provocador movimiento, habiéndose despertado de su intrínseco sueño diegético.

¿Pero qué es “Wasted Malaka Youth”? Llamémoslo rencor antes que nada. Rencor juenil, alternativo, consciente de sus días perdidos. Inútil, como toda acción de Haris, pero en el fondo tampoco tanto. Antes que nada, es algo real, en una realidad que cuesta aferrar en toda su crudeza y desolación. Los carteles pretenden ser un punto de ruptura sobre la nada que los circunda, la ausencia de posibilidades y valores genuinos, pero también la cura a todo esto. Entre largas jornadas soleadas de skate, litros de agua y leche, y problemas familiares incrustados en un malestar general (clima endeble de la Grecia actual), nace la idea entre jóvenes adolescentes de crear algo nuevo, de expresar conceptos de la manera más clara posible, que logre involucrar a las demás personas. La juventud no está tan perdida, después de todo, gracias a su espontaneidad y sus disparatadas experiencias diurnas y nocturnas. La que está perdida es la consecuencia a toda acción de esa misma generación, enclaustrada y dejada míseramente estar entre la rabia y la desilusión camuflada en las piruetas o largos paseos al son de las cigarras. Son los sonidos de una capital deprimida, que toman voz en las experiencias de vida, crudas, toscas, para todos aquellos que como Haris están viviendo su época y sus cambios.
 
Pero es también el sufrimiento reprimido, en otro rincón de la ciudad, de un policía que no disfruta ni siquiera un segundo de lo que hace y es también víctima de los tiempos. Este hombre refleja la sociedad al igual que Haris, pero su colapso no produce carteles, sino un brote de violencia que cerrará el film. Inspirado en una tragedia que sacudió a toda Grecia en 2008, pero sin hablar de ella hasta el final, del film son destacables su sencillez y la urgencia por representar con claridad los problemas. Comienza con una introducción particular en las vidas de sus dos tan opuestos protagonistas, hechas de travellings del skater en el corazón del verano y de densos retratos familiares en la plena incomunicabilidad del policía Vassilis con su más querido entorno.
 
Improvisadas las actuaciones y hasta algunas acciones, para conformar un estilo franco, sincero, con una crisis económica que se respira a la legua y transeúntes que parecen acalorados, nerviosos, irritables. Planos encantadores y siempre aferrados al clima generacional (se rozan estereotipos pero nunca se pierde de vista la progresión dramática), para un film que en la última media hora levanta vuelo notablemente. Inevitable y olfateable la tragedia final, que termina con la ilimitada energía de una adolescencia ecológica que, más allá de la desventura, de todos modos terminaría pagando por los desastres de una época que nunca vivió.
 
Lorenzo Barone

Yo sabía que en algún lado había visto a ese cartel negro con la palabra “MALAKA” escrita en mayúsculas. Pensándolo después, en la calle, en algún colectivo o por encima de algún otro manifiesto, en alguna parte debí haberlo registrado, como esas imágenes que uno graba en la memoria sin pensarlas demasiado lúcidamente. Ahora ya sé lo qué era. Porque una de tantas noches de Bafici, entrando (tarde) a las funciones de prensa del Abasto, lo volví a ver. Era el mismo cartel negro, ahí, pegado en una de las numerosas puertas de entrada. Ese “Malaka” correspondiente a la preciada fórmula “Wasted Malaka Youth”, que se promueve en el film de Papadimitropoulos. Son los carteles que pegan sus jóvenes protagonistas, en un evidente y frustrado deseo de darse a conocer, de expresar toda su bronca por la situación social en la que se encuentran. Hasta que el “Malaka” llegó al Bafici, como si el mismísimo Haris hubiera viajado de Atenas a Buenos Aires para seguir con su provocador movimiento, habiéndose despertado de su intrínseco sueño diegético.

¿Pero qué es “Wasted Malaka Youth”? Llamémoslo rencor antes que nada. Rencor juenil, alternativo, consciente de sus días perdidos. Inútil, como toda acción de Haris, pero en el fondo tampoco tanto. Antes que nada, es algo real, en una realidad que cuesta aferrar en toda su crudeza y desolación. Los carteles pretenden ser un punto de ruptura sobre la nada que los circunda, la ausencia de posibilidades y valores genuinos, pero también la cura a todo esto. Entre largas jornadas soleadas de skate, litros de agua y leche, y problemas familiares incrustados en un malestar general (clima endeble de la Grecia actual), nace la idea entre jóvenes adolescentes de crear algo nuevo, de expresar conceptos de la manera más clara posible, que logre involucrar a las demás personas. La juventud no está tan perdida, después de todo, gracias a su espontaneidad y sus disparatadas experiencias diurnas y nocturnas. La que está perdida es la consecuencia a toda acción de esa misma generación, enclaustrada y dejada míseramente estar entre la rabia y la desilusión camuflada en las piruetas o largos paseos al son de las cigarras. Son los sonidos de una capital deprimida, que toman voz en las experiencias de vida, crudas, toscas, para todos aquellos que como Haris están viviendo su época y sus cambios.
 
Pero es también el sufrimiento reprimido, en otro rincón de la ciudad, de un policía que no disfruta ni siquiera un segundo de lo que hace y es también víctima de los tiempos. Este hombre refleja la sociedad al igual que Haris, pero su colapso no produce carteles, sino un brote de violencia que cerrará el film. Inspirado en una tragedia que sacudió a toda Grecia en 2008, pero sin hablar de ella hasta el final, del film son destacables su sencillez y la urgencia por representar con claridad los problemas. Comienza con una introducción particular en las vidas de sus dos tan opuestos protagonistas, hechas de travellings del skater en el corazón del verano y de densos retratos familiares en la plena incomunicabilidad del policía Vassilis con su más querido entorno.
 
Improvisadas las actuaciones y hasta algunas acciones, para conformar un estilo franco, sincero, con una crisis económica que se respira a la legua y transeúntes que parecen acalorados, nerviosos, irritables. Planos encantadores y siempre aferrados al clima generacional (se rozan estereotipos pero nunca se pierde de vista la progresión dramática), para un film que en la última media hora levanta vuelo notablemente. Inevitable y olfateable la tragedia final, que termina con la ilimitada energía de una adolescencia ecológica que, más allá de la desventura, de todos modos terminaría pagando por los desastres de una época que nunca vivió.
 
Lorenzo Barone




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