Comentario
Tras llegar a la Franja de la discordia en febrero de 2009, pocas semanas después de la última ofensiva israelí, Wadimoff apunta sus cámaras hacia la gente, y en especial hacia los niños y adolescentes que intentan lidiar con la destrucción y la incertidumbre.
“No estamos necesitando ayuda: necesitamos libertad”. Wadimoff ingresa a Palestina con su restringido equipo de filmación. Su primer logro fue el de haber obtenido el difícil permiso para permanecer catorce días en Gaza, superando astutamente toda barrera temporal y forma de censura. La clave, nos cuenta con su voz franca y zanjada, fue la de haber simulado ser periodista enviado por un hipotético noticiero suizo (y de ahí la co-producción con ese país).
Una vez cruzada la línea, se abre el sombrío escenario. Que da pie a un chocante paseo alrededor de la nueva Gaza, recorrida de norte a sur, analizada sin pretender retratar exhaustivamente el conflicto (retrato de toda manera imposible, y Wadimoff enseguida lo supo). El resultado es este bellísimo documental: no un reportaje de guerra, sino una intensa mirada cercana al pueblo y a sus sentimientos, a aquellos que quieren olvidar y luchar para vivir de manera digna, creyendo en la vida más que en sus propios suplicios. Wadimoff realiza un libre recorrido deteniéndose al encontrar personajes interesantes, lugares particulares, reflejos de la época pero al mismo tiempo de una sociedad que busca seguir adelante, encerrada en una Gaza vista como “la prisión más grande del mundo”.
Tantos los ejes que retrata el film. Por una parte, una mirada que hurga por los sectores más progresistas e intelectuales de la ciudad, contrarrestando el genérico preconcepto de la imperante pérdida cultural. Conocemos artistas, profesores, opinionistas, pero sobre todo las iniciativas de éstos para hacerle frente a la brutal situación: como la radio que intenta unificar al pueblo palestino (a pesar de las desemejanzas ideológicas) y los educadores que se esfuerzan para que los niños recreen situaciones solidarias que potencialmente podrían estar viviendo en un futuro no muy lejano. O como los valientes payasos, que realizan una emocionante parodia de las explosiones para que los alumnos de un colegio no se asusten. Retratos conmovedores en su sencillez, centrados en el aura de desesperanza que reina entre los jóvenes, pero también en la voluntad de reconstruir, pensar en el futuro, salir adelante. Como hace el magnífico “Darg Team”, grupo de jóvenes palestinos, creadores de una interesantísima banda de rap que retoma el estilo musical norteaméricano (criticado por aquellos sectores más conservadores del pueblo) y lo readaptan al compromiso social, con espíritu combativo y enérgico.
Pero la mirada de este film también retrata espacios y situaciones paralelas, víctimas de fatalidades semejantes. Es la ciudad de los fantasmas, al interior del parque de atracciones, que no existe más luego haber sido bombardeada y que por ende los niños ya no pueden visitar. Son los espacios destruidos por bombas “inteligentes”, que caen encima del zoológico de la ciudad (hiriendo animales que quedan rengueando ante la mirada de los pocos visitadores restantes) o sobre milenarias plantaciones de olivos, irremediablemente incendiadas, que ya no alimentarán más a las familias que las heredaron (humildes campesinos que viven en la expectativa de que nuevos árboles vuelvan a crecer lo antes posible). Y los aviones israelíes que siguen allí en el cielo, así como sus naves de guerra que ocupan las aguas más fructíferas del territorio palestino, obligando a los pescadores a realizar sus actividades en otras aguas contaminadas.
Estos desastres pasan a reflejar el pasado reciente, pero también anticipan el presente que vendrá: las explosiones están ahí, se siguen oyendo en la lejanía. Son el ambiente de fondo de una ciudad en la que todos ya están tristemente acostumbrados a escucharlas. Pero junto a éstas, emergen rasgos impensables que brotan de situaciones paralelas a la guerra, de un pueblo aquí fotografiado en todas sus dimensiones, sin deseo de periodizar o hacer crónica de eventos, sino hurgando en el alma de sus habitantes y los matices de sus crudas realidades. Una mirada sincera, profunda y por fuera de cualquier cliché o convención mediática. Trágicos cuadros de vida de individuos que luchan unidos en el intento de olvidar el dolor de los tantos, demasiados parientes brutalmente asesinados, que combaten por convivir con el desastre alejando de sí el miedo a la muerte (“vivimos sabiendo que la próxima bomba puede caer sobre nosotros, en cualquier instante y lugar”, revela una joven adolescente). Y a pesar de esto, a pesar de todo, también hay lugar para las sonrisas.
Porque la película es una mirada, en fin, que retrata todos aquellos que sobrevivieron: los aisheen, los “toujours vivent”, como grita con furor y coraje la banda de rap, en un rugido convencido y audaz que le da el título al film. Film que no cuesta calificar como obra maestra, y que debe su belleza a su propia candidez y esencialidad, su deseo de centrarse en discusiones normales, cotidianas, que no buscan tajantes opiniones acerca de Hamas o Israel, sino revelaciones de los atormentados día a día. De hecho, se habla de todo aspecto de la vida, y aunque prorrumpa el tema de la guerra, se lo toca más tangencialmente de lo que se cree. Para ser honestos, hubiera sido admirable si Wadimoff hubiera decidido adjuntar el costado israelí del asunto, que pudiera de alguna manera acercarnos, en lo posible, fragmentarias conciliaciones. Sin embargo el panorama es el que es: y si aun no se puede respirar aire de paz, tampoco puede ser tiempo para forzar la mascarilla de fáciles conformidades.
El inevitable encarrilamiento hacia el conflicto y sus golpes de cola, entonces, surge aunque se lo trate de evitar. Pero junto a éste, subsiste la libertad de no concederse límites y mostrar que allí las aspiraciones de vida son como las del resto del mundo, en una postura profundamente humanista que brota y se despega de las escenas mismas para contarnos que, dentro del más atroz apocalipsis de nuestros tiempos, todavía puede haber vida y capacidad de resistencia.
Lorenzo Barone
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