Comentario
Jafaar es un pescador palestino de Gaza. Un día encuentra en sus redes un cerdo. Como buen musulmán, decide deshacerse rápidamente de un animal impuro, pero su situación económica le aconseja venderlo.
El humilde palestino Jafaar, desventurado pescador que saca del mar de Gaza sólo regular basura y algún pescadito escuálido, una tempestuosa tarde atrapa en su red al cerdo que cambiará todo, probablemente caído –dicen las interpretaciones– de un cargo vietnamita. Considerado impuro por su religión, así como también por la cultura hebraica, Jafaar primero decide asesinarlo antes de que las autoridades lo noten. Luego, sumergido de deudas, planea venderlo a la mejor oferta “occidental”, pero ni siquiera los exponentes de las naciones unidas parecen estar interesados en la compra. Ante la imposibilidad de desembarazarse del chancho, aparece casualmente una campesina rusa de una aldea cercana, quien le ofrece a su dueño un poco recomendable comercio.
Tal como sucedía en el ya ensalzado El árbol de lima, el espacio del conflicto medioriental sirve para la construcción de una fábula o ligera fantasía aquí casi convertida en enredo de equivocaciones. La opera prima (Estibal es periodista y escritor francés especializado en Medio Oriente) arranca como sobria y hasta refinada alegoría sobre las similitudes intrínsecas entre los dos pueblos, para convertirse de forma paulatina en un manifiesto pacifista. Simpática y agradable a nivel particular (son muchas las secuencias imperdibles), deja un sabor amargo cuando se la debe analizar como totalidad. Y no tanto por lo que el film evita narrar, sino por el modo en el que retrata lo que cuenta.
A los personajes cómicos, únicos y funcionales, se les suman otros trágicos y muchas veces estereotipados que cambian el tono y en cambio reúnen todos los lugares comunes tanto de un bando como de otro. Lugares comunes que no tardan en convertirse en prejuicios, peligrosas ligerezas, a veces (más allá del tono burlesco) cargados de molesta ingenuidad. Una cosa es hacer comedia sobre un tema sumamente controversial (como enseñan, entre otros, Chaplin o el maestro Lubistch de Ser o no ser) y otra es tener una mirada sobre el conflicto temerosamente crédula y, en la peor de las connotaciones del término, occidental. La posición es peligrosa y parece caminar sobre una cornisa con concreto riesgo de tropezar.
Estibal opone sin tomar partido ante ambas formas de fundamentalismo, y el problema no es tanto que decida ocultar la verdadera violencia, sin detenerse a mencionar nunca –aunque sea– la verdadera complejidad de la situación y el delicado rol del odio heredado entre generaciones, sino que juega con fuego y reproduce situaciones prototípicas demasiado complejas como para ser reinterpretadas o estereotipadas (valga como único ejemplo, entre tantos, el del supuesto líder palestino que obliga a Jafaar a ser un mártir suicida).
El terreno es infértil, y sin embargo hay lugar para dos buenos hallazgos. El protagonista funciona a todo momento y es interpretado por un insustituible Sasson Gabai, israelí nacido en Bagdad (ya conocido en La visita de la banda) acá lidiando con un papel propio de un Alberto Sordi medioriental y de la última hora. Cálido y empático pescador que vive con su reacia mujer en un malogrado hogar cuyo techo es utilizado por el ejército israelí cual “torre de avistamiento”, y que en su vida cotidiana se las debe arreglar día a día, asustadizo, torpe, denigrado por medio mundo, pero audaz en el arte de escabullirse de los peligros. Y, por otro lado, es eficaz la utilización disparadora de conflictos del cerdo, animal que permanece impasible ante el mundo que se mueve alrededor suyo y que lo considera una posible comida, un valor de cambio, un peligro, elemento diabólico. Hasta terminar siendo símbolo de unificación, observable como común actitud en el nerviosismo colectivo sobre la posibilidad de contaminación (poniendo en evidencia tanto las mentalidades símiles de ambos pueblos, como la falacia de una aparente e insanable separación), y en el humanitario y discutible final. El cerdo no percibe nada y se deja trasladar de un lugar a otro, dando pie a algunos fantásticos toques surrealistas, como las estrategias de original camuflaje para que los conciudadanos no lo reconozcan. Termina siendo un animal del que nadie logra desprenderse, y poco importa que el porcino no se ahogue o hunda en el mar, no sea alimentado por su dueño ni tampoco explote junto a los explosivos que carga en su cuerpo, vagabundeando en el interior de una colonia hebreo-rusa.
La impresión es la de haber asistido a buenas ideas de guión mal introducidas en una confección imprudente. Especialmente en su última parte, en la que el film se olvida por completo de su trama y el mensaje pasa a monopolizar la escena, como si fuera la literalidad de este último al fin y al cabo lo único que importara, o como si nunca se lo hubiera percibido hasta ese momento, más escondido en la trama y por ende más eficaz. Baste con mencionar la imagen de dos bailarines mutilados moviéndose en medio de espectadores hebreo-palestinos. Forzado en su pacifismo y aire conciliatorio, el final nada tiene que ver con la corriente que la trama venía siguiendo hasta ese momento, y termina resultando evitable, lleno de un buenismo restregado que fastidia por su retórica. Nos queda un relato que se sobrepasa a sí mismo, pierde su rumbo y termina sin poder sostenerse, naufragado en sus propias aguas, como un verdadero chancho lo haría en el mar.
Lorenzo Barone
ANGÉLICA dice:
Buena crítica. Segui así!
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