Comentario
27º FESTIVAL DE CINE DE MAR DEL PLATA. Los inquilinos de un edificio de departamentos interactúan con los animales que irrumpen en sus vidas. Entre la comedia coral y el drama intimista, cobra vida un bestiario suburbano implacable.
Por nuestro enviado_______________________
La primera novedad, y por esto debemos arrancar, es que el film tuvo su absoluto estreno internacional acá en el festival de Mar del Plata. Para nosotros, todo un privilegio de exclusividad. Sin embargo, la tercera película de Sitaru (ya conocido en el ambiente Bafici con Hooked y Best Intentions), si bien bastante amena, no es la mejor obra de este interesante director, ni la más imperdible dentro de lo que actualmente propone el creciente cine rumano.
Casi todo transcurre en un edificio de clase media, colorido, variopinto, lleno de mayores que se comportan como niños y viceversa. Estamos básicamente en el interior de tres familias, en las que se despliegan charlas libres y verborrágicas, poco comprometidas pero excéntricas, que van de lo cómico a lo metafísico, relacionadas con la presencia/ausencia del animal. Humor, mucha ironía y diálogos ligeros (tal vez demasiado) que por momentos rozan lo absurdo, se encuentran insertados dentro una puesta en escena rigurosa. Larguísimos planos secuencia, fijos y frontales, dotan de un panorama teatral al núcleo del interior familiar, en el que se despliegan personajes y animales en su espacio doble, aprovechando la utilidad dramática de la profundidad de campo.
En la primera parte un perro se mete en el edificio y los inquilinos no saben cómo librarse de él. Luego se materializan una gallina a la que hay que degollar y un conejo que será comido para Navidad (finalmente hay también espacio para un pavo). Animales asesinados para el apetito. La gallina, por ejemplo, es traída en casa del señor Lazar y termina siendo degollada por la nena, única corajuda, en un auténtico baño de sangre. El conejo, en cambio, forja en otra familia la relación entre hijo y padre, y será matado por este último a pesar del cariño que le tenía el nene (que luego, durante las fiestas, se enojará con el cínico padre).
Pero si la primera parte se enmarca en la influencia de muertes domésticas, la segunda parte del film está a la enseña de la vida, del cariño y la sumisión hacia el animal doméstico cuya presencia recorre e influencia la rutina de los propios dueños, a veces más irracionales que sus propias mascotas. Ya sea una paloma herida y adoptada, el gato siamés del señor Lazar perdido entre hojas otoñales (huido tras el fallecimiento de su hija), o una auténtica jauría de perros en la casa del vecino Toni.
Pero si por un lado la primera parte está llena de vida humana, con movimiento y su griterío, hombres como carnívoros insaciables cuyas mesas están llenas de aves y bovinos cocinados; en la segunda la vida animal toma ventaja, y los mismos personajes demuestran su dependencia frente los mismos, ya sea impuesta (el padre deberá capitular frente al pedido del hijo por tener una mascota) como voluntaria. Animales a los que hay que curar, cuidar, llenar de comida, en casos inevitables remplazar.
A unir las secuencias aparece un onírico velorio, que recorre el film y que aparenta ser un sueño recurrente, más extravagante que trágico: la accidental muerte de Mara, nena del edificio, recorre los capítulos y todo inquilino se asume su propia responsabilidad (“si no hubiese traído al gato no hubiera sucedido”, dice uno, pero su muerte resulta menos trágica que la pérdida de las mascotas, y se confunde como tópico desplazándose a conversaciones y preocupaciones sobre -¡prueben a imaginarlo!- los divinos animalitos).
Seguimos así, entre charlas y elucubraciones a veces dispersivas, a las tres familias con tres personajes a la cabeza (uno con cada mascota), que se rencuentran en la estupenda escena final. En el fondo del plano, pegado a la pared colorinche y barroca, rodeado de otras estatuas caninas, se eleva enorme un cuadro con un caballo en primer plano y dos perros corriendo detrás. El director artístico, durante el rodaje, se debe haber divertido un mundo.
Lorenzo Barone
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