M, el Vampiro de Düsseldorf

Categoría: Críticas
Fecha de publicación: noviembre 1, 2013
Comentario

Un asesino de niñas que tiene atemorizada a toda una ciudad. La policía lo busca frenética y desesperadamente, deteniendo a cualquier persona mínimamente sospechosa.

Partamos de una imagen. La del manifiesto blanco pegado contra un poste cilíndrico, en una calle alemana regularmente siniestra. El manifiesto se eleva como monolito contra la aterradora presencia del monstruo en la ciudad, connotando frustración general y falta de respuestas (Wer ist der Mörder?). Y luego la sombra, todavía anónima, del maníaco Hans Beckert que irrumpe entre los caracteres del anuncio. El mal individual como presencia/ausencia, proyectado sobre una condena escrita, exhibida por un mal histérico y primero, deseoso de encontrar a un carnífice material que pueda suplantar en escala de culpabilidad a la emergente e incontenible locura del sistema. Ese cartel, como aparente pedido de justicia, es en el fondo la huella del verdadero monstruo en Düsseldorf, cuna de una paranoia colectiva impuesta, en la que Beckert pasa a ser sólo una de tantas singularidades.
 
El monstruo nace como hecho de crónica para convertirse de manera palpable en alegoría. La idea surge de uno de tantos artículos de diario, donde una mañana Fritz Lang vio la foto de Peter Kürten, verdadero vampiro de Düsseldorf guillotinado en 1931 tras haber asesinado a fondo sexual numerosas víctimas entre adultos y niños. De Kürten al esbozo del Mörder langiano, también éste sin escrúpulos, pero mucho más humano que el primero. Un ciudadano más, pequeñoburgués, de apariencia huidiza e inofensiva. El identikit lleva el nombre de Hans Beckert, maníaco que selecciona a las niñas más agraciadas de la metrópoli y las atrae a través de multiformes globos de helio y golosinas. Encarnado por el húngaro Lorre, de asombrosa penetración psicofísica en el personaje, construye el expresivo perfil del hombrezuelo de prominentes ojos y mirada lunática, casi acuosa, atormentada por su propia tendencia homicida.
 

Pero Beckert no es separable del universo metropolitano que lo produce, y su cuerpo adquiere una mueca siniestra en las gélidas calles nocturnas una ciudad (probablemente Berlín, seguramente no Düsseldorf como el título y el crimen original indican). La urbe es seleccionada al mejor estilo Kammerspielfilm, abstrayendo un espacio ya no mental y de distorsionadas perspectivas sino de una dimensión cotidiana catapultada en la demencia y alucinación de una Alemania víctima una vez más de inquietantes silencios. La silueta del Mörder está así dispuesta, y de ella la M como sello o cuño de un reconocimiento social, letra de una indeleble identificación, que más que código es metáfora de las disgregaciones sociales y definitivas sentencias (hay quienes la tienen y quienes no, y marcas similares a esta nos recuerdan directamente otra página negra de la historia alemana, que ocurriría poco después de esta década de monstruos tangibles).
 

Años ’30. La pequeña Elsie está allí, en el patio de un callejón interno, y juega con sus amigos aparentemente desconociendo el universo espectral que se abrirá al día siguiente alrededor de ella. Luego, una conversación en el vecindario, sucesiones de formas y figuras, teñidas de claroscuro en una refinada delicadeza estilística, hasta la aparición del monstruo con su silueta contra el cartel. Allí está Elsie, haciendo rebotar su pelota. Pero también está el asesino, con sus buenos y apegados modales. Demasiado buenos y demasiado apegados. Así y todo, en su ápice la narración se suspende, y el olfateable homicidio pasa desvanecer en un fuera de campo, como la sombra contra el cartel junto al silbido macabro de las tétricas tardes, como los objetos de Elsie que yacen solos en algún rincón del suburbio. Una pelota que rueda en un jardín abandonado, ya sin las pequeñas manos que la sostenían; un globo que descansa perennemente atrapado entre los postes de luz, un plato vacío en la mesa ya acomodada, a la espera de una cena que nunca se realizará. Metonímicas consecuencias de una barbarie callada. La violencia y la sangre quedan vedadas, y sin embargo la atmósfera es escalofriante.
 
La estructura del film rota entorno a este fatídico hecho bajo la forma de preguntas sin inmediatas respuestas y se liberará en secuencias autónomas y atomizadas, de elementos que se acomodan y reacomodan en un tejido sin embargo orgánico, favorecido por una puesta en cuadro que más tarde terminará alimentando futuras formas del thriller. Con ritmo apremiante y un magistral montaje Lang nos conduce en el entramado de los puntos de vista de múltiples personajes, que giran centrípetos alrededor del nudo central, con la intención de hablar quizá más acerca de las raíces oscuras de una sociedad desbandada. Como la mafia, encabezada por Schränker (líder del inframundo y también asesino –aclara él mismo– pero no de nenas: delincuente por trabajo y no por morbo) que se pone a buscar al monstruo porque interfiere en sus planes.
 
A lo largo de film se percibe un lenguaje y una construcción de personajes que mantienen de forma tangencial el esquema del cine mudo, sobre todo en la composición expresiva de influencias expresionistas. Pero para Lang es también el debut en el sonoro y las innovaciones no son menores: desde el grito reverberado de la madre o la novedosa y cínica voiceover, de aterradora sequedad documentalística sobre la narración, hasta el hallazgo del inquietante motivo silbado por el asesino de voz aniñada. Cuyo rostro es todo menos lombrosianamente perverso. En todo caso, menos del que muestra el pueblo reunido en masa, en las últimas escenas. Porque esa sí resulta ser, en cambio, la visión de un mal simbolizado en un falso y unilateral juicio, conceptualmente brechtiano. La única intención allí es terminar asesinando al monstruo, camuflando una salvaje agresión en un aparente juicio privado. La monstruosidad de Hans es sólo el velo para narrar aquellas estructuras sociales que destruyen al individuo y que buscan al culpable único y singular de un mal general por ellas causado. Hans, es una víctima más que vagabundea en los mismos meandros de una sociedad glacial, y cuya enfermedad es especular a la del sistema en el que se encuentra, con la diferencia que el primero sabe las terribles acciones que ha cometido, mientras que el segundo ni siquiera podía para imaginar las que en pocos años iba a cometer.
 
Lorenzo Barone




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