Comentario
28° FESTIVAL DE MAR DEL PLATA. Protagonizada por un grupo familiar, amigos y vecinos que van y vienen de la mañana a la noche por un departamento berlinés, la opera prima de Zürcher tiene lugar en otro plano, oculto bajo su piel de cotidianeidad.
Por nuestro enviado
La cotidianeidad extrañada de una familia de anónima clase media alemana, aparentemente matriarcal. Los hermanos Karin y Simon visitan a sus padres y a la hermana más chica; la línea narrativa se corta y los personajes comienzan a desplegarse en situaciones matutinas, pálidas y jocosas, de arrastradas inacciones, hasta cálidas cenas nocturnas. No asistimos a la común tensión domiciliaria: se trata de una seguidilla de escenas en las que todo aparenta fluir como siempre, pero al mismo tiempo, surge la posibilidad de una fresca mirada infantil sobre los objetos. Se abre una brecha hacia una dimensión mágica, entre los humanos, sus mascotas, la cosa de todos los días y el mundo circundante. Todo lo contrario al enésimo retrato sobre la pesadez metropolitana: los personajes no arrastran su cansancio sino que se muerden la cola en una rutina por un lado igual a sí misma, y a la vez, siempre extrañada de sí misma.
Recordandola después, una vez llegados a casa en el silencio de la noche, después de haber jugado al ajedrez con la grilla de programación y superadas las frenéticas corridas entre un cine y otro (clásicas vivencias festivaleras, en fin) la película se nos vuelve a la memoria como una pequeña joya. Dejándola decantar, adquiere valor a posteriori. Es un film doméstico, excéntrico y tímido a la vez, que no retrata un mundo sin emociones, sino más bien emociones otras. Alteradas, insólitas, en un universo a escala infinitesimal, que aparenta estar fuera de tiempo, desencajado en la urbanidad postmoderna. Un microcosmos donde humanos, animales, curiosas polillas, lámparas, pelotitas e improvisadas listas de supermercado abandonadas sobre una mesa de madera, están en el mismo plano orgánico y al mismo nivel, en un agudo y por momentos metafísico desplazamiento del mundo.
A partir de una excelente puesta en escena, sumada a acertadísimos diálogos que se hilan unos a otros sin desdeñar un toque de surrealismo, el film aparenta sin embargo quedar a mitad de camino entre el minimalismo austero de su propuesta formal sumamente agradable y un trasfondo conceptual que podría haberse aprovechado más. Sobre todo, para quitarse de encima ese aire de “ejercicio de estilo” que en parte lo limita de principio a fin. Porque las potencialidades de esta opera prima (“insólitamente madura”, como se la presentó en la función) se observan todas. El ambicioso Ramon Zürcher, nacido en Suiza y procedente de la escuela berlinesa (que en años anteriores ya había lanzado, entre otros, a Christian Petzold), presenta en competencia oficial una película sin conflicto o aparente progresión narrativa, que más bien convive con su delicadeza y calidez, que la convierte sin dudas en un objeto anómalo y difícil de interpretar.
“No quisiera ser un gato negro en verano”/“pero ya estamos en otoño”/“entonces en esta época del año sí quisiera serlo. O tal vez no. Me arrepentí”. Los hermanos miran por la ventana, hacia un mundo que en el fondo ignoran. Hilan situaciones, irrumpen de repente en los intimistas y pulcros espacios del departamento. El Pequeño y Extraño Gatito (esta mi improvisada traducción) articula un ritmo particular negando el afuera, o adjuntándolo sólo mediante planos cortos o recuerdos de un pasado volátil e hiperurbano, sonidos barriales (recordemos el bellísimo film brasilero del festival del año pasado O Som Ao Redor), o árboles otoñales que se materializan desde la ventana. Botellas vacías que giran perennemente dentro de una improbable olla; salchichas que durante la cena se rebelan al cuchillo de la hambrienta invitada; la abuela que duerme en la habitación concomitante; cáscaras de naranja que caen siempre del lado blanco (“que es más esponjoso; el lado naranja en cambio, más duro y denso”). La bolsa de mercado que cuelga al final de la soga de una invisible vecina, que la hace subir y bajar desde la ventana. Rastros, en fin. Significantes aislados a seguir y rápidamente olvidar según nuestra percepción inmediata de lo cotidiano; porque el sentido se desplaza o se escabulle, como el gato color jengibre que recorre encuadres estático-geométricos y por momentos coreográficos, y enreda tres (¿o cuatro?) generaciones unidas en una sugestiva distribución espacial.
Tal vez haya un primer guiño implícito al universo del sitcom, para luego romperlo enseguida en un despliegue plástico del “gesto libre”, como sostenía Manfred Wekwerth cuando analizaba la vanguardia más experimental del teatro contemporáneo. Personajes herméticos, algunos caracterizados por solares ocurrencias, otros más silenciosos y extrañamente melancólicos (la madre). Del cruce de estas figuras, brota la postmoderna elegancia, la infantil liviandad y cierta ternura mágica. Absolutamente necesaria una segunda visión para apreciar todo su profundo ingenio.
Lorenzo Barone
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