Yvy Maraey – Tierra Sin Mal

Tags:
Fecha de publicación: noviembre 21, 2013
Comentario

28° FESTIVAL DE MAR DEL PLATA. Un director de cine karai (es decir, un hombre blanco) y un líder indígena atraviesan juntos los bosques del sureste boliviano, de La Paz al Gran Chaco, para preparar un film sobre el mundo guaraní.

Por nuestro enviado 
 
Andrés, director de cine de un lujoso barrio de La Paz, se contacta con el indígena Yari para que lo guíe en las entrañas del Chaco boliviano, y lo lleve a conocer al indio “de arco y flecha”. Hambriento de imágenes concretas, de sacar inspiración para su nueva película, que hasta el momento vive sólo de conceptos sueltos anotados en varias tiras de papel, Andrés se lanza en una aventura que años antes fue la de Erland Nordenskiöld. Explorador nórdico y antropólogo de absoluto valor etnográfico en primeros retratos del indígena, Andrés queda fascinado por las fuertes imágenes fílmicas de 1910 de este aventurero, y se lanza a seguir sus pasos. Entre pantanos y forestas, serpenteantes y polvorientos senderos del sudeste boliviano, Andrés, alterego del director (Valdivia la dirige y protagoniza) va construyendo sobre la marcha su film dentro del film. Se encontrará con las tribus indígenas todavía existentes, algunas en estado puro, otras parcialmente asimiladas pero de fuerte y orgullosa identidad, convirtiéndose ante ellos en un karai, el hombre blanco en chiriguano-chané.
 
Una digna, atrevida y absolutamente apropiada idea de partida. Un film que criticaremos, pero no sin antes haber rendido homenaje a su impecable intento de reinserción ideológica y recuperación de muchos aspectos de una cultura dramáticamente olvidada. A partir de los largos fragmentos hablados en guaraní, actores no profesionales que se representan a sí mismos, retratos vehiculares del otro como anhelo para una nueva sabiduría, mucho más poderosa y menos lineal que la del colonizador positivista. Reterritorialización de un espacio que sufrió, hace más de 120 años, el etnocidio de Kuruyuki en el que fueron asesinados más de seis mil indígenas por el ejército. Es también por esto que Andrés abandona la vista (elemento eurocéntrico) y decide “ver con el oído”, desplazándose como un murciélago en la vegetación, poniéndose en lugar del otro para poder así, y sólo así, entenderse a uno mismo. Oralidad como herramienta para comprender al indígena desde sus narraciones, mitos de un micromundo que se retrata en su heurística cosmovisión, multiculturalismo y resistencia.
 
Pero a la larga, es la metodología representacional la que no convence del todo. Valdivia, sin esconder cierto narcisismo intrínseco, genera un clima demasiado narrativo de “enseñanza impuesta” (¿no era mejor evitar la voiceover?) en la que considero fallida esa subrayada concomitancia entre narrador enunciativo y personaje. Un cineasta explorador, liberado a al azar del contacto con esta milenaria cultura, cual Kapuscinski en África, reforzado en exceso por la presencia invasora y concomitante de su contracara narrativa. Que explica demasiado y aferra el relato imponiéndole un tono determinado, direccionándolo de la forma preestablecida de su intención enunciativa. 
 
El tono solemne y el final retórico no ayudan entonces a esta así y todo buena confección formal, con impactantes tomas de Paul De Lumen, sobre todo en las fases nocturnas que por su contraste de colores (el fuego azul y naranja en el bosque oscuro, la luna y su reflejo), recuerdan salvando las distancias, ese hito de la fotografía tailandesa de Tropical Malady. A través de circulares planos secuencia se ve la belleza ya natural del Área protegida de Kaa Iya, senderos físico geográficos pero también psíquicos, abiertos al reconocimiento y al autoconocimiento, en los que todos somos partes de lo mismo. Pero Valdivia tiende a centralizarse en la dicotomía de confrontación indio-karai, mediante un relato que no deja fluir, incluso por estar demasiado enredado en sus bifurcaciones (la del director que piensa el film en sus sleeplessnight mekasiana, y el plano de éste ya calado en la nueva y magmática vegetación, embellecida y excesivamente subrayada, y por eso mismo obtusa, sin dejar transparentar algún aire etnográfico-documentalístico).
 
Permanecemos atrapados en el cruce entre el universo indígena y el intruso karai; choque que por momentos el film muestra de manera curiosa (escena de las estrellas, o cuando le otorgan un nuevo nombre para alejar la enfermedad de su cuerpo –ligada a la vieja identidad–), y por otros, comentando futilidades francamente innecesarias. Valdivia se entusiasma y quiere contar todo sobre este ambicioso contraste, terminando con una impostación discursiva paradójicamente absolutista, que no deja posibilidad de interactuar con el mundo representado. Y eso que el film se encarga de advertir que “el cine es un arma de destrucción” y que por ende tratará de evitar eso, cayendo sin embargo en la clásica construcción enunciativa que sigue pensando un público dispuesto a absorber un sólo discurso. Pero, con tan sólo atomizar el rayo de acción, hubiéramos estado frente a una obra maestra.
 
Lorenzo Barone




Dejanos tu comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *