Inland Empire
Fecha de publicación: abril 3, 2010
Comentario
La percepción de la realidad de una actriz (Laura Dern) se ve progresivamente distorsionada, de manera cada vez más grave, al tiempo que va descubriendo que, quizá, se esté enamorando de su partenaire (Justin Theroux) en un remake de una producción polaca no terminada supuestamente maldita.
Oscuros laberintos de la representación
"Supongamos que hoy fuera mañana, ni siquiera recordarías los
dos ceros de una factura sin pagar. Toda acción tiene sus
consecuencias. Así y todo, aún nos queda la magia".
Ruidos industriales, vibratorios, sonidos bajos y graves. Grace Zabriskie –madre paranormal de Laura Palmer en la serie Twin Peaks– que se mueve con mirada lunática hacia la casa de Nikki (Laura Dern), y le anticipa que obtendrá el papel protagónico en un film en el que habrá un “brutal y jodido asesinato”. Desde allí se abre espectralmente un universo mental, hecho de visiones y paranoias, delirios en el delirio, referencias meta-cinematográficas de personajes que se ven a sí mismos y se persiguen. La ópera radiofónica “axxon n” en el báltico, una sitcom de hombres-conejo que hacen reír a un público virtual permaneciendo misteriosos, acercamientos en ralenti de una mujer que descubriremos ser monstruosa, historias populares gitano-polacas que rigen en una maldición, hasta llegar a un extraño barbecue con insólitos invitados circenses: el cine y sus dobles (o cuádruples). Se entrecruzan dimensiones, espacios multiformes que no nos llevan a otro lado más que a un cul de sac, un callejón sin salida.
Inútil buscar una trama explícita. El film se sumerge en los meandros del inconsciente, con imágenes de un mundo onírico, traumas, represiones, lenguajes y metalenguajes de un territorio interior, imperio de la mente, en donde cada materia oceánica vale por su propia cuenta, en el fuera de contexto de una espiral casi escheriana. Podríamos interpretar el film minuciosamente según conexiones interpretativas (para lo que hará falta más de una visión) y nunca será suficiente. Podríamos, en cambio, dejarnos invadir por la fuerza de sus imágenes, el impecable trabajo de sonido, la poderosa simbología que, sin necesidad de comprenderla, nos involucra a nosotros mismos y nos sumerge en un mundo que es el del propio pensamiento humano. “Impulsarnos lejos de cualquier control de la razón”, diría el manifiesto surrealista, y Lynch viene a retomarlo a la letra.
Un film para observar más que ver, que nos llama a otro tipo de mirada. Y a lo largo de las casi tres horas de este particular modus narrandi, nos vamos acostumbrando a la inorganicidad de las secuencias, para pasar espectatorialmente a una visión mucho más sensorial e intuitiva, que nos abre vías de acceso hacia el azar psíquico, de asociaciones libres, hasta osaría decir buñuelianas, laberintos de la representación en los que podríamos voluntariamente perdernos. Lynch filma con coraje y ganas de experimentar conjunciones novedosas. Podríamos definirla la película más extrema de su carrera, recargada con constantes inputs que corren en binarios bifurcados ante diferentes puertas espaciotemporales, que dejan carta blanca al espectador para la reconstrucción personal de los hechos. Se filma enteramente en digital, permitiendo así retratar rincones más oscuros y distorsionar las distancias entre sujeto y objeto, en una calidad desgranada y a baja resolución.
“Opera Aperta”, diría Umberto Eco, que desempolva imágenes recurrentes del Universo lynchiano: las cortinas rojas que recuerdan la Black Lodge de Twin Peaks y operan de manera parecida, los rincones oscuros de los pasillos internos en los que se esfuman los personajes (como el Bill Pullman de Carretera Perdida), la cuestión del doble y la escena circular que va cambiando puntos de vista, el cambio de dimensiones como la caja azul de Mulholland Drive, pasando por el film dentro del film. Recurrente es también la música de Angelo Badalamenti que compone esa atmósfera inquietante, así como las ricas analogías a nivel de color y en lo sonoro, que dialoga con la imagen. Una impecable Laura Dern, que abandona el rol de la chica sólo agua y jabón de Blue Velvet para pasar a interpretar una variedad de polos expresivos alternados en varios personajes, que recorren numerosas capas diegéticas. Como el espejo enfrentado al espejo que se refleja a sí mismo infinitas veces: no lo podemos entender, pero sí apreciar. Así es Inland Empire.
Recurrente es también el mito del Doppelgänger, la copia espectral de una persona viviente, que más que “gemelo diabólico” vendría a significar simbólicamente un “augurio de muerte” para quién lo ve. El film está repleto de Doppelgängers: desde el personaje de Laura Dern que se alterna en Nikki/Sue/Lost Girl/Espectadora, hasta el mismo set de Hollywood que se convierte en la ciudad polaca de Lodz. Todos Alter Egos que nutren la tendencia del mal y se materializan desde las tinieblas de un tiempo que ya no es el mismo. “Habrán sido las 9.45, es más, creo que fue después de la medianoche”, dice la anciana. “Sí, fue después de la medianoche” remata la mendiga que, ante el cuerpo sangriento de una Dern prostituta, dice: “Va todo OK, sólo te estás muriendo”. Rutas sinápticas de la ilusión mental, alucinación diurna, poesía de la subjetividad, flujo total de irrealidad y pastiche temporal en el que la continuidad sintagmática es la eternidad misma, que nos captura en su limbo pesadillesco.
Estructura moebiusiana hecha de gérmenes y mundos que se reactualizan unos a otros, en un caos latente e inefable. Si el sueño es una etapa de pre-lenguaje, dice Pasolini, acá nos encontramos ante una lúgubre pre-narración, volatilización de significados que se esparcen como entrada solitaria hacia un bosque nocturno. Sublimaciones vampíricas, palíndromos, fears and desires, inquietud sonámbula y claustrofóbica, pesadillas viscerales, represiones carnales. Arquitecto de las sombras y del extraño que entre conejos antropomórficos, luces rojas y destornilladores, teje el frágil camino del laberinto cerebral, en un cine que quiebra la hermenéutica y despega hacia lo trascendental. Y en plena lógica baudrilleardiana, como dirá el actor Justin Theroux: “dejemos que sea el film el que nos mire a nosotros”.
Lorenzo Barone
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